Aún recuerdo la primera vez que olí un cerebro. Fue por mi abuelo, al abrir los cráneos de unas ardillas que había matado. Bajaban corriendo por los nogales y los robles entre los árboles de Luisiana, donde me crié, luego se detenían bajo la mira de mi abuelo y ahí acababa todo. Yo era muy pequeño, por eso nunca me pareció extraño que los sesos de las ardillas fueran añadidos a los huevos revueltos que mi abuela cocinaba para el abuelo.
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