Todo empezó en 1971, con un estudio sobre los ojos de Halobacterium sp. (unas arqueobacterias que viven en entornos muy salados como el Mar Muerto): se descubrió que estos microbios poseen unas proteínas sensibles a la luz similares a las que los animales (incluyendo los humanos) tenemos en nuestra retina. Estas proteínas sensibles a la luz, las rodopsinas, se acumulan en una especie de ojos y permiten a los microbios desplazarse hacia la luz y utilizarla como fuente de energía.
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