Pablo Picasso y Dora Maar se conocieron en 1936 en el café Deux Magot de París en una noche de absenta y rosas. Dora llevaba una navajita en el bolso con la que jugaba a clavarla en la mesa entre los dedos enguantados de su mano izquierda que resultaban heridos con tan macabra travesura; a Picasso aquella mujer atrevida y deslenguada, como saben serlo las argentinas, le atrapó el seso: le pidió el guante ensangrentado y una cita y ella se convirtió inmediatamente en la tercera en discordia.
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