Corría el año 13 a.C. cuando Augusto regresaba triunfante a Roma tras sus exitosas campañas en Hispania y la Galia. Aquel hito, que marcaba el inicio de nuevas políticas para el Imperio y un ansiado periodo de paz –la llamada Pax Augusta–, impuesto por el primer emperador romano tras acabar con las insurrecciones locales en las provincias y con las guerras civiles, bien merecía un monumento a la altura de aquel gran logro.
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