En cualquier “debate” sobre el eterno e inevitable enfrentamiento entre ciencia y religión, siempre llega un momento en que los creyentes sacan a colación el gran argumento, la prueba definitiva con la que supuestamente van a desarmar a los críticos y convencer racionalmente de la complementariedad de los mitos inventados por pobres alucinados de la Edad del Bronce y el conocimiento científico: la existencia de científicos religiosos.
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