Era noviembre de 2018 y la comunidad científica se echó las manos a la cabeza ante uno de los experimentos más imprudentes que se han realizado jamás. El trabajo se llevó en secreto, sin relación alguna con la Universidad en la que desde hace meses ya no trabajaba y se comunicaba a través de un simple anuncio en Youtube. No había sido revisado por pares, no se había publicado en ninguna revista científica y, por supuesto, no había pasado ningún control bioético durante ninguna fase del proceso.
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