Te preguntan desde casa: no te quejas.
¿Cómo va? Hace buen tiempo.
¿Hay trabajo? Todo marcha.
¿Vives bien? Gano un buen sueldo.
Laberintos
de preguntas y respuestas
divorciadas de antemano.
Pero duelen las palabras
cifradas en otro idioma,
las que vocea la radio,
las risas de las borrachos,
las bromas de las muchachas
que se guiñan cuando pasas,
las muecas del tabernero
o la vieja sin paciencia
que te ha servido la sopa.
Cuando el domingo cruje
en las plazas vacías
y la ciudad se disuelve
en un légamo de sombras,
cuando cada nombre es un enigma
y no hay amigos
ni parientes
ni una cara familiar
en que reposar el miedo,
cuando la mudez se impone
desde fuera de la boca,
cuando la cansada maquinaria
de cualquier reloj cansino
se convierte en la espoleta
de una semana más
y lo único que queda
es doblar y desdoblar
servilletas de abandono,
no estorba ya el desconocido
medio borracho
que se sienta a nuestro lado
y saluda en nuestro idioma.
No estorba aunque sólo quiera
una jarra a nuestra costa,
porque en esas ocasiones
incluso el pobre más recio
vendería sus zapatos
por unos pocos minutos
de cualquier conversación.