Por ese lado sur, Madrid se terminaba en una cuesta de tierra por la que chorreaba la sangre que lavaban los Curtidores y que hoy conocemos como el Rastro (del rastro de sangre y agua sucia). Más abajo había espacios vacíos donde se sobrevivía, un río que había sido poco menos que frente de guerra, antiguas trincheras cubiertas con dos chapas y convertidas en cuevas habitadas y puentes que comunicaban con unos arrabales donde no regían las mismas reglas que en la ciudad. Y, al final del fango, la cárcel. La cárcel de Carabanchel era el destino