Nacho Cano siempre ha sido un enigma. Por ejemplo, no se entiende muy bien por qué aporreaba los teclados con los brazos abiertos, como si estuviera haciendo equilibrios sobre la barra de un pentagrama, mostrando el pechamen a la concurrencia y sin importar mucho dónde aterrizaran los dedos. Estaba claro que le importaba más la imagen que el sonido.