En mi antiguo edificio, hace unos meses, había un vecino que me sonreía. Era una mueca perpetua de autosuficiencia y coqueteo, más y más burlona cuanto menos correspondida era. Este hombre era el novio de la presidenta de la comunidad de vecinos y tenía un negocio en la misma calle donde estaba mi casa, aunque pasaba sus jornadas en el bar de la esquina. Desde allí, me miraba y me sonreía. Mi libertad, cada uno de mis actos, eran cuidadosamente estudiados por este hombre.