Hace cuatro años, en el inicio de la era Trump, parecían dos galaxias distintas: de un lado el establishment republicano del Grand Old Party; del otro, el magnate neoyorquino, un showman deslenguado que había ganado las primarias en llamas, de trifulca en trifulca, hasta la victoria final. Siendo ya su candidato presidencial, los popes se negaron a acompañarle en la campaña.