Rodolfo Walsh era un solvente escritor de novelas policiales e incipiente divulgador cultural cuando en diciembre de 1956 alguien le soltó esa frase que cambiaría su carrera y lo auparía al altar de los grandes maestros de la literatura y el periodismo en español. «Hay un fusilado que vive», escuchó en el café donde solía jugar al ajedrez. El comentario no era del todo correcto. Del primer fusilado se pasó a un segundo, luego a un tercero… Y resultó que había siete fusilados que vivían. Walsh, de cuna conservadora y católica, se sumergió entonc
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