La onda expansiva del fenómeno resultó incluso más potente que el punto de la deflagración. El país no solo se reía con el humorista, sino que, de manera súbita e inesperada, parecía incapaz de moverse y comunicarse sin imitarlo. La gente comenzó a caminar arqueada, dando saltitos como si el pavimento abrasase, canturreando sobre los equinos de Bonanza, pegando consonantes nasales al remate de las palabras y utilizando términos como «pecador» fuera del ámbito eclesiástico y «diodenal» lejos de la galaxia en la que hubiera sido enunciado.
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