A principios del siglo XVII la “excusa” favorita para la guerra era la religión. El Imperio Germánico se había convertido en un auténtico polvorín entre católicos y protestantes. A pesar de la supuesta libertad de culto, los obispos católicos apoyados por los príncipes alemanes afines al poder religioso que emanaba de Roma, deciden dificultar el imparable ascenso del protestantismo, en un periodo donde la quema de iglesias luteranas se había convertido en habitual. La guinda del pastel fue puesta cuando un católico se convierte en emperador.
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