Siempre me han llamado la atención aquellos barrios que uno nunca elegiría para vivir por sus casas cutres, calles feas y descarnadas plazas o por sus pobres zonas verdes y equipamientos, pero a los que sin embargo las personas que se han criado en ellos tienen un cariño feroz y les parece el mejor lugar del mundo. Tienen allí sus familiares, amigos, recuerdos y redes de protección y solidaridad, que les proporciona una identidad común, que deja en segundo plano la “objetivamente” pobre estética urbanística.
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