Las aguas del Guadalquivir son, como las del Rhin, un nexo de unión que vuelve a fundir a romanos y bárbaros, con tanta fuerza como aquella primera vez en la noche de San Silvestre. Para comprenderlo hay que adentrarse despacio en la Mezquita-Catedral de Córdoba, y antes de dejarse seducir por la arquitectura califal, mirar a un lado. En el lateral derecho, y cubiertos por una cristalera, están los restos de la iglesia visigoda de San Vicente, donde rezaron juntos cristianos y musulmanes hasta que la antigua Bética pasó a llamarse Al-Ándalus.
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