Si viviste un carrusel de emociones leyendo El código da Vinci, eres más listo que los que solo han visto la película pero más tonto, mucho más tonto (dónde va a parar), que quien disfruta de la lectura de la poesía de Rimbaud durante la madrugada en una buhardilla y con la única compañía de una botella de absenta.
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