La cuestión, seamos sinceros, es que —tal vez para disgusto de Pérez-Reverte y algún que otro académico más de la RAE— en nuestro uso diario del español escrito juega un peso mayor ese rostro desorejado que muchas de las sobresdrújulas que alimentan la bella y antigua lengua de Cervantes. Poco importa tu edad, dónde vivas, a qué te dediques, si solo tienes el título de la ESO o has llegado a catedrático.
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