n plena Segunda Guerra Mundial, con los bombarderos de la Luftwaffe machacando sistemáticamente Londres, Wiston Churchill decidió, contra el criterio de su personal y el ejército, que sólo bajaría al refugio antiaéreo para las cosas importantes: las reuniones con la plana mayor de las Fuerzas Armadas para seguir presentando batalla a Hitler y la siesta. Seguramente esa fue la mayor contribución de nuestro país a la victoria aliada: haberle enseñado a un joven periodista inglés en aquella Cuba (aún) española las bondades de la siesta.
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