Francia, 1729. El astrónomo Jean-Jacques d’ Ortous de Mairan se dirige al cobertizo que hay en su jardín. Es simplemente una pequeña cabaña con las ventanas tapiadas y una doble puerta que le permite entrar y salir sin dejar pasar la luz del exterior. El más mínimo haz de luz mandaría al traste su experimento. Entra con mucho cuidado para no dejar pasar el sol de mediodía y busca a tientas la primera maceta. Se acerca a ella y posa de manera delicada los dedos sobre las hojas de la planta, casi acariciándolas.
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