Voltaire era un hombre muy hipocondriaco. Estaba obsesionado con el día de su muerte y lo que pasaría después de ella, pero no en el sentido espiritual, sino en el cárnico, con su cadáver. La Francia del siglo XVIII, dominada por la Iglesia, castigaba a todos aquellos que no hubiesen sido “agradables” a los ojos del clero durante su vida con un indignísimo entierro en el fango del Sena.
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Por suerte, en la mayoría de países occidentales nos hemos deshecho de su influencia.