Cuando llegaron a Rabat, la ciudad todavía no se llamaba así. Se llamaba Salé y era una auténtica ruina. Los antiguos almohades habían querido levantar una urbe esplendorosa en aquel lugar, donde el río Bu Regreg desemboca en el Atlántico, pero luego se echaron atrás y dejaron su construcción a medias. Cuatrocientos años más tarde, solo quedaban unos cientos de viviendas en pie. Y ni siquiera pudieron instalarse en ellas. El sultán de Marruecos les había cedido la alcazaba, una vieja ciudadela enriscada frente al océano.
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