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El Ojo del Dragón

Era un día gris y frío, típico del invierno. Aún no nevaba, pero solo era cuestión de tiempo. Alexander acaba de volver a su pequeña cabaña cargado con una cesta. Estaba situada cerca del bosque, a pocos kilómetros de la cabaña más próxima. Era un lugar tranquilo, las casas estaban distantes unas de otras, pero lo suficientemente cerca, por si alguien necesitaba algo.
El invierno era largo y duro al pie de las montañas y duraba la mayor parte del año, pero a cambio durante la primavera y el verano te daba más de lo que necesitabas. Alexander estaba ya acostumbrado a las inclemencias del tiempo de aquella zona. Dejo la cesta a en una mesa junto a la puerta. Estaba repleta de pequeñas setas grises y verdes. No eran fáciles de encontrar, pero se paga un alto precio por ellas en el mercado. Mientras se quitaba el pesado manto, de piel de oso negro, Kai corría hacía él.
-¡Ya has vuelto! Temía que se te hiciera tarde.
-No tienes porque preocuparte.- Le contestó su padre mientras le sacudía el pelo.
Kai tenía diez años, pelo castaño y ojos grises. Se parecía mucho a su madre, y había veces que eso partía el corazón de Alexander. Maia, que había sido la luz que guiaba sus pasos, había muerto cuando Kai contaba con tan solo dos años. Pero se había resuelto en no volver a aquellos días en los que había estado tan perdido. Lo único que le importaba desde entonces era Kai.
Alexander por su parte, era alto y moreno, y bastante atractivo, pese a sobrepasar ya los treinta Pero lo que más destacaba de su físico eran sus ojos. Su ojo izquierdo era violeta y el derecho dorado. Eso era una marca clara de que era un mago. Y un mago de nivel avanzado.
- Bueno, creo que es hora de hacer la cena, ¿tienes hambre?
- Sí, mucha.- Dijo mientras se le iluminaba la cara.
Kai era un niño amable y cariñoso. Solía ir con él a buscar los hongos y las setas que luego vendían en el mercado del pueblo. Aunque más que un pueblo, ya se estaba convirtiendo en una pequeña ciudad. Calea crecía lentamente, pero a paso firme, igual que Kai. Alexander intentaba disfrutar de los momentos que pasaba con él, y lo vigilaba mientras jugaba con los niños de los vecinos. Le había enseñado todo lo necesario para andar por el bosque, pero aún así, siempre se sentía algo intranquilo cuando andaba sólo.
Esa noche parecía una noche cualquiera. Alexander limpiaba las setas para ir a Calea al día siguiente, mientras nevaba suavemente fuera. Pero un leve rastro de magia con tintes rojos pasó a su lado. El ojo dorado podía ver como se movía la magia.
Alexander. Una voz femenina y conocida llegó hasta él, mientras el cuerpo tomaba forma a sus espaldas. Había aprendido a distinguir la magia de las diferentes personas, y ese color en concreto, lo reconoció perfectamente.
-¿Qué has venido a hacer aquí?- Dijo de un modo tranquilo mientras se levantaba y ponía las setas en la mesa.
-Alexander, tienes que volver, y lo sabes. No tienes idea de…
-No. Ya no.
-Aún eres uno de los Siete…
Basta. Por un instante volvió a ser aquel líder que venció alguna guerra.
Miró a la mujer. Esbelta y hermosa, como siempre. El pelo, de un color rojo fuego lo tenía más largo que la última vez que la vio. Lo llevaba suelto y le caía sobre los hombros en espesos rizos. Sus ojos eran de dos colores, el izquierdo rojo sangre, y el derecho gris, casi blanquecino, y le miraban entre enfadados y suplicantes.
-Alexander, no puedes escapar de ti mismo. Tú me lo enseñaste. Da igual que te escondas aquí, en el último rincón del mundo.
-No lo hago. Simplemente que esas cosas ya no me interesan. Ahora tengo cosas más importantes.
-Te necesitamos.-Tras un breve silencio dijo al fin el motivo real de su visita- Margot ha vuelto.
Ese nombre les hizo estremecerse a ambos. El mago no dijo nada, pero comenzó a acariciar el anillo que llevaba en el dedo corazón de su mano izquierda. Era un anillo de plata con un pequeño ámbar incrustado. Alexander sabía lo que venía a continuación y no tenía ganas de oírlo. Se giró hacía la chimenea y clavó su mirada en el baile hipnótico del fuego.
-¿Ese es el ejemplo que quieres dar a Kai? ¿O tal vez es que nunca le has contado la verdad? ¿Qué crees que diría Maia?
Ese nombre era doloroso para los dos. A la mujer se le atragantó en la garganta, y Alexander saltó como una trampa para osos.
-No te atrevas a decir eso. No la nombres.
-¿Dónde ha quedado tu honor?
-En su tumba.- Alexander podía perder la razón cuando se trataba de Maia- Vete. Morgan vete y no vuelvas.
-Si eso es lo que quieres. Pero Margot busca el Ojo del Dragón. Solo vine a avisarte.- Dijo Morgan mientras se desvanecía.
Alexander abrió los ojos de par en par.

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El final

Esa noche estaba triste. Las luces ya no brillaban igual. Ni el aire olía igual. Todo estaba muerto. Ante sus ojos un mundo sin sentido se abría paso, regado por la sangre de las almas inocentes enfrentadas por cosas que ya no importaban.
Ojos muertos paseaban a su alrededor. Pero ellos no sabían que estaban muertos. Repetían el mismo camino una y otra vez, realizando siempre las mismas tareas, mientras sus cuerpos se fundían con la tierra. Una tierra que emanaba odio denso que lo impregnaba todo. Podía verlo. Podía palparlo. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas, porque no podía hacer nada. Solo podía sentir dolor, sin poder moverse. Ya nada tenía sentido. No sabía por qué había luchado, por qué había sacrificado aquello que amaba.
Ya no quedaba nada. Ni futuro, ni pasado. Para nadie. Sólo quedaba esperar a que el tiempo borrara la existencia de todos. Sólo así podía existir un mañana. Sólo quedaba destruir todo lo que habían construido.

Cerró los ojos y concentró todo lo que le quedaba en un punto de luz. Recogió las almas errantes y los restos de emociones que vagaban sin dueño. Todo quedó suspendido ante sus ojos. Era puro y limpio. Podía sentir su calidez. Podía sentir un nuevo comienzo. Ya sólo le quedaba fundirse con la luz. La luz que destruiría y crearía un nuevo mundo, sin ellos. Un mundo con un futuro. Un mundo con esperanza.



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