"Es el fin de todo. Para mí no hay salida en esto. Cuando me nombran esta palabra siento una tristeza inmensa porque son muchos años y es una enfermedad de la que no se habla, en la que no se invierte, no se hace y no te atienden", confiesa Emilia Muñío Fabra, una zaragozana de 54 años que convive con la agorafobia desde que tenía 20.
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