Estoy harto de oír a tíos de treinta y tantos contar que, cuando eran jóvenes descubrieron un catálogo medio destrozado de lencería en algún descampado y que, entre sus 13 amigos, se lo iban pasando de mano en mano, que lo cuidaban como a un tesoro y, del uso, acabaron deteriorándolo hasta su práctica desintegración, y de cómo los chicos de hoy día, que han crecido con internet, no han vivido eso.