Nunca lo he visto antes, pero conozco a ese hombre. Si me acercase, distinguiría en sus ojos ese brillo gastado, como sin vida, que tanto me recuerda, por cierto, a los oficinistas de mi infancia. Pronto se llevará la cerveza a los labios, le dará un sorbo, y volverá a dejarla suavemente sobre la barra. Sin prisa. No la hay. No le hace falta. Nada nuevo va a ocurrir y lo sabe. Se encuentra más allá de la esperanza, en su perpetuo atardecer. Conozco a ese hombre, sí, y me da miedo. A veces, de madrugada, poco antes de acostarme, me mira...