Resulta difícil imaginar que cualquiera de nosotros, en su lecho de muerte, tuviese el deseo o la voluntad de pronunciar una frase para la posteridad. Por otro lado, también se presenta el problema de la sincronicidad. Uno puede creer que está a punto de morir y, entre balbuceos y esputos sanguinolentos, formular una frase demoledora, y luego tener la mala fortuna de vivir uno o dos días más, o un mes, con lo cual el efecto quedaría bastante deslucido.
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