Tanto se producía, que el gobierno ya no sabía que hacer con semejante sobrante lácteo, que además empezaba a oler rancio, metafórica y literalmente. Un funcionario del Departamento de Agricultura llegó a decirle al Washington Post que la solución más práctica y barata era arrojar todo al océano. El queso subsidiado ya se había convertido en una crisis de Estado.
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