Eran las once de la noche de una templada noche de agosto en mi pueblo, una aldea castellana de poco más de cien habitantes censados, y que en esa época, en vísperas de fiestas, rondaba los trescientos habitantes residiendo. Ese año aún llevábamos unos amigos la asociación cultural que trata de organizar actividades y eventos para mantener dinámico el pueblo.
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