Tratándose de Amanece, que no es poco no es fácil saber por dónde empezar. La altura trascendental que esta película ha adquirido a lo largo de los años no fue, ni por asomo, sospechada por su director y guionista. Lejos queda aquel sofocante verano de 1988 en que tres pequeños pueblos de la profunda Mancha albaceteña acogieron a una pléyade de lo más granado de la dramaturgia española del momento y se convirtieron, sin quererlo, en escenario de una de las películas más racionalmente ilógicas del cine español.
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