PABLO: ¿Aquí?
LUIS: Sí, esto podría ser un buen campo de batalla. En aquel bosquecillo está emboscada la infantería. Por la explanada avanzan los tanques. Los tanques y la infantería son alemanes. Y allí, en aquella casa que están construyendo, se han parapetado los franceses.
PABLO: Aquello va a ser el Hospital Clínico.
LUIS: Ya, ya lo sé.
PABLO: También habría nidos de ametralladoras.
LUIS: Sí, aquí, donde estamos nosotros. Un nido de ametralladoras de los franceses. (Gatean hasta la elevación por la que se han dejado caer. Imitan las ametralladoras) Ta-ta-ta-ta…
PABLO: Ta-ta-ta-ta…
LUIS: Primero avanzan los tanques. Es para preparar el ataque de la infantería… Alguno vuela por los aires, despanzurrado… ¿No lo ves?
(PABLO le mira, sorprendido).
LUIS: Aquel de allí… Es porque todo este campo está minado por los franceses… ¡Dispara, dispara, Pablo, que ya sale la infantería del bosquecillo! ¡Ta-ta-ta! ¡Ta-ta-ta!
PABLO: (Que se ha quedado mirando fijamente a LUIS). ¡Pero bueno, tú estás chalado perdido!
LUIS: (Suspende su ardor combativo). Hombre, no vayas a pensar que todo esto me lo creo.
PABLO: Pues lo parece.
LUIS: No es eso. Lo que quería explicarte es que si leo una novela de guerra, pues lo veo todo… Y luego, si salgo al campo, lo vuelvo a ver. Aquí veo a los soldados de El tanque número 13 y de Sin novedad en el frente, que también la he leído. Y lo mismo me pasa con las del Oeste o las policíacas, no te creas…
(Por la expresión de PABLO se entiende que no tiene muy buena opinión del estado mental de su amigo).
LUIS: (Se ha quedado un momento en silencio, contemplando el campo). ¿Te imaginas que aquí hubiera una guerra de verdad?
PABLO: Pero ¿dónde te crees que estás? ¿En Abisinia? ¡Aquí qué va a haber una guerra!
LUIS: Bueno, pero se puede pensar.
PABLO: Aquí no puede haber guerra por muchas razones.
LUIS: ¿Por cuáles?
PABLO: Pues porque para una guerra hace falta mucho campo o el desierto, como en Abisinia, para hacer trincheras. Y aquí no se puede porque estamos en Madrid, en una ciudad. En las ciudades no puede haber batallas.
LUIS: Sí, es verdad.
PABLO: Y, además, está muy lejos la frontera. ¿Con quién podía España tener una guerra? ¿Con los franceses? ¿Con los portugueses? Pues fíjate, primero que lleguen hasta aquí, la guerra se ha acabado.
LUIS: Hombre, yo decía suponiendo que este sitio estuviera en otra parte, que no fuera la Ciudad Universitaria, ¿comprendes? Que estuviera, por ejemplo, cerca de los Pirineos.
PABLO: ¡Ah!, eso sí. Pero mientras este sitio esté aquí es imposible que haya una guerra.
LUIS: Sí, claro. Tienes razón.
Las bicicletas son para el verano -Fernando Fernán Gómez
“La sociedad disciplinaria de Foucault, que consta de hospitales, psiquiátricos, cárceles, cuarteles y fábricas, ya no se corresponde con la sociedad de hoy en día. En su lugar se ha establecido desde hace tiempo otra completamente diferente, a saber: una sociedad de gimnasios, torres de oficinas, bancos, aviones, grandes centros comerciales y laboratorios genéticos. La sociedad del siglo XXI ya no es disciplinaria, sino una sociedad de rendimiento. Tampoco sus habitantes se llaman ya «sujetos de obediencia», sino «sujetos de rendimiento». Estos sujetos son emprendedores de sí mismos.” Topología de la violencia, Byung-Chul Han
En el cielo del amanecer brillaba con fuerza aquel insólito lucero que la gente común contemplaba con asombro, pero el capitán sabía que era uno de los satélites de comunicaciones que permitían a su ejército mantener la supremacía en aquella guerra interminable.
-Mi capitán- transmitió el cabo. -Aquí solo hay varios civiles refugiados, unos pastores que han perdido el rebaño por el impacto de un obús y una mujer a punto de dar a luz.
El capitán, desde la torreta del carro, observaba el establo con los prismáticos.
-Registradlo todo con cuidado.
-Mi capitán -transmitió otra vez el cabo-, también hay un perturbado, vestido con una túnica blanca, que dice que va a nacer un salvador y otras cosas raras.
-A ese me lo traéis bien sujeto.
-Mi capitán -añadió el cabo, con la voz alterada-, la mujer se ha puesto de parto.
-Bienvenido al infierno- murmuró el capitán, con lástima.
A la luz del alba, aparecieron en la loma cercana las figuras de tres camellos cargados de bultos y montados por jinetes de raras vestiduras, y el capitán los observaba acercarse, indeciso.
-Abrid fuego -ordenó al fin. -No quiero sorpresas.
José María Merino, "Solsticio de invierno."
Una generación que caminó a la escuela y luego regresó.
Una generación que hizo los deberes sola para salir lo antes posible a jugar a la calle.
Una generación que pasaba todo su tiempo libre en la calle con sus Amigos.
Una generación que jugaba a las escondidas cuando oscurecía.
Una generación que hacía tortas de barro.
Una generación que coleccionó tarjetas deportivas.
Una generación que encontró, recogió y lavó y devolvió botellas de coca-cola vacías al supermercado local por 5 centavos cada una, luego compró un Mountain Dew y una barra de chocolate con el dinero.
Una generación que fabricaba juguetes de papel con sus propias manos.
Una generación que compró discos de vinilo para tocar en tocadiscos.
Una generación que recopiló fotos y álbumes de recortes.
Una generación que jugaba juegos de mesa y cartas en los días de lluvia.
Una generación cuya televisión se apagó a la medianoche después de tocar el Himno Nacional.
Una generación que tuvo padres que estuvieron ahí.
Una generación que se reía bajo las sábanas de la cama para que los padres no supieran que aún estábamos despiertos.
Me encantaba crecer cuando lo hice.
1.- Que un relato debe conseguir algo y llegar a algún lado.
2.- Que los episodios de un relato sean partes necesarias del relato y ayuden a desarrollarlo.
3.- Requieren que los personajes de un relato estén vivos, excepto en el caso de los cadáveres, y que siempre el lector pueda distinguir los cadáveres de los demás.
4.- Que los personajes de un relato, tanto vivos como muertos, muestren una excusa suficientemente buena para estar allí.
5.- Requieren que cuando los personajes de un relato tengan una conversación, ésta suene como charla humana, y se hablará como los seres humanos probablemente hablarían en las circunstancias dadas, y deben tener un significado reconocible, también un propósito reconocible y mostrar relevancia, y permanecer en el vecindario del tema en cuestión, y ser interesante para el lector, y ayudar a la historia, y detenerse cuando los personajes no pueden pensar en nada más que decir.
6.- Que cuando el autor describe al personaje en su relato, la conducta y la conversación de ese personaje justifiquen dicha descripción.
7.- Requieren que los personajes de un relato se limiten a las posibilidades y dejen en paz los milagros; o, si se aventuran a hacer un milagro, el autor debe exponerlo de manera tan plausible como para que parezca posible y razonable.
8.- Que el autor haga que el lector sienta un profundo interés por los personajes de su relato y en su destino; y que hará que el lector ame a las personas buenas del relato y odie a las malas.
9.- Requieren que los personajes de un relato estén tan claramente definidos que el lector pueda decir de antemano qué hará cada uno en una situación de emergencia dada.
Mark Twain.
Estábamos en una ferretería.
"¿Sí?", preguntó el dependiente.
"Necesito una sierra", dijo Jon, "una motosierra eléctrica".
El empleado se dirigió a un expositor de pared y volvió con una cosa naranja.
"Esta es una Black and Decker, una de las mejores".
"¿Dónde va la cuchilla?", preguntó Jon. "¿Cómo se coloca?"
"Oh, es bastante fácil", dijo el empleado. Cogió una cuchilla y la colocó.
Jon la miró. La hoja tenía unos dientes muy grandes.
"Umm", dijo Jon, "esa no es exactamente la cuchilla que estaba buscando".
"¿Qué tipo de hoja quiere?", preguntó el dependiente.
Jon se lo pensó un momento. Luego dijo: "Algo para cortar trozos pequeños...".
"Ah", dijo el dependiente, "¿qué tal esto?".
Le tendió una cuchilla nueva. Tenía dientes finos, muy juntos, afilados.
"Sí", dijo Jon, "eso es lo que quiero. Eso servirá".
"¿Efectivo o tarjeta de crédito?", preguntó el dependiente.
De vuelta al coche para reanudar la huelga de hambre, le pregunté a Jon: "Esto no lo vas a hacer en serio, ¿verdad?"
"Por supuesto, voy a empezar por el dedo meñique de la mano izquierda. ¿Para qué sirve?".
"Es el que se usa para pulsar la tecla 'a' en la máquina de escribir".
"Escribiré sin usar la 'a'".
"Escucha, amigo, ¿no hay forma de darle la vuelta a todo esto y olvidarlo?"
"No. En absoluto."
"¿Y vas a estar allí a las 9 de la mañana?"
"En el despacho de su abogado. Con esto en marcha. Lo haré a menos que se estrene la película".
Le creí. Fue la forma en la que lo dijo: una simple declaración de hechos sin tintes melodramáticos.
"¿Me esperarás antes de entrar en el despacho del abogado?"
"Sí, pero debes llegar a tiempo. ¿Llegarás a tiempo?"
"Llegaré a tiempo", dije. Condujimos de vuelta hacia Firepower.
"Hollywood", Charles Bukowski
Era un día luminoso y frío de abril y los relojes daban las trece. Winston Smith, con la barbilla clavada en el pecho en su esfuerzo por burlar el molestísimo viento, se deslizó rápidamente por entre las puertas de cristal de las Casas de la Victoria, aunque no con la suficiente rapidez para evitar que una ráfaga polvorienta se colara con él. El vestíbulo olía a legumbres cocidas y a esteras viejas. Al fondo, un cartel de colores, demasiado grande para hallarse en un interior, estaba pegado a la pared. Representaba sólo un enorme rostro de más de un metro de anchura: la cara de un hombre de unos cuarenta y cinco años con un gran bigote negro y facciones hermosas y endurecidas.
(...)
Nada era del individuo a no ser unos cuantos centímetros cúbicos dentro de su cráneo.
(...)
Esta era la más refinada sutileza del sistema: inducir conscientemente a la inconsciencia, y luego hacerse inconsciente para no conocer que se había realizado un acto de autosugestión.
(...)
Afuera, incluso a través de los ventanales cerrados, el mundo parecía frío. Calle abajo se formaban pequeños torbellinos de viento y polvo; los papeles rotos subían en espirales y, aunque el sol lucía y el cielo estaba intensamente azul, nada parecía tener color a no ser los carteles pegados por todas partes. La cara de los bigotes negros miraba desde todas las esquinas que dominaban la circulación. En la casa de enfrente había uno de estos cartelones. EL GRAN HERMANO TE VIGILA, decían las grandes letras, mientras los sombríos ojos miraban fijamente a los de Winston. En la calle, en línea vertical con aquél, había otro cartel roto por un pico, que flameaba espasmódicamente azotado por el viento, descubriendo y cubriendo alternativamente una sola palabra: INGSOC. A lo lejos, un autogiro pasaba entre los tejados, se quedaba un instante colgado en el aire y luego se lanzaba otra vez en un vuelo curvo. Era de la patrulla de policía encargada de vigilar a la gente a través de los balcones y ventanas. Sin embargo, las patrullas eran lo de menos. Lo que importaba verdaderamente era la Policía del Pensamiento.
La inteligencia de la criatura conocida como "muchedumbre" es igual a la raíz cuadrada del número de personas que la componen.
Terry Pratchett.
(No dejo de pensar en este aforismo desde lo del coronavirus)
Durante mucho tiempo, la "Muerte Roja" había devastado la comarca. Jamás peste alguna fue tan fatal, tan horrible. Su encarnación era la sangre: el rojo y el horror de la sangre. Se producían dolores agudos, un repentino vértigo, luego los poros rezumaban abundante sangre, y la disolución del ser. Manchas púrpuras en el cuerpo y particularmente en el rostro de la víctima, segregaban a ésta de la humanidad y la cerraban a todo socorro y a toda compasión. La invasión, el progreso y el resultado de la énfermedad eran cuestión de media hora.
Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios perdieron la mitad de su población, llamó a un millar de amigos fuertes, vigorosos y alegres de corazón, escogidos entre los caballeros y las damas de su corte, y con ellos formó un refugio recóndito en una de sus abadías fortificadas. Era una construcción vasta y magnífica, creación del propio príncipe, de gusto excéntrico y, no obstante, grandioso. La rodeaba un espeso y elevado muro, y este muro tenía puertas de hierro. Una vez que entraron en ella los cortesanos, se sirvieron de hornillos y de mazas para soldar los cerrojos. Resolvieron atrincherarse contra los súbitos impulsos de la desesperación del exterior y cerrar toda salida a los frenesíes del interior. La abadía fue abastecida ampliamente. Gracias a estas precauciones, los cortesanos podían desafiar al contagio. Que el mundo exterior se las compusiera como pudiese. Entretanto, sería una locura afligirse o meditar. El príncipe había provisto aquella morada de todos los medios de placer. Había bufones, improvisadores, danzarines, músicos, hermosura en todas sus formas, y había también vino. Dentro, había todas estas bellas cosas, y además, seguridad. Fuera, la "Muerte Roja".
La máscara de la muerte roja, Edgar Allan Poe (1842)
Muchas esperanzas se marchitarán en esta amarga primavera.
El señor de los anillos. J.R.R. Tolkien
Hay mujeres que sólo quieren a los hijos y otras que sólo quieren a los maridos.
Las mujeres siempre van detrás de los mismos y siempre evitan a los mismos.
Por tanto unos son amados tres veces, primero como hijos, luego como maridos y, por fin, como padres, mientras que los otros, los que no fueron amados por sus madres, tampoco serán amados ni por sus mujeres ni por sus hijas.
Hace siglos que una buena parte de la América masculina pierde su virginidad con las mujeres negras y una buena parte de Europa (el sureste) la pierde con las gitanas.
Benditas sean unas y otras, porque no hay caridad más grande que dar a un muchacho mal alimentado y no querido un pedazo de pan femenino como limosna.
Así es como perdéis la virginidad vosotros, que no habéis sido ni seréis amados.
Seréis fieles a mujeres a las que no queréis y que no querrán acostarse con vosotros...
Paisaje pintado con té. Miroslav Pavic.
Charles Domery (c. 1778) fue un soldado polaco conocido por tener un apetito inusual, que lo llevó a devorar gatos, ratas, además de que en una ocasión intentó comerse una extremidad humana. El dr. Cochrane, del Real Colegio de Médicos de Edimburgo, llevó a cabo un experimento para evaluar la capacidad de alimentación de Domery, así como su tolerancia a comidas inusuales.
La ansiedad con la que devora su carne de res, cuando su estómago no está lleno, se parece a la voracidad de un lobo hambriento que arranca la carne y la traga con glotonería canina. Para lubricar su garganta, cuando está seca, ingiere de tres bocados la grasa de las velas, y de uno solo se come también la mecha, la cual envuelve como si fuera una pelota, con cuerda y todo. Si no hay otra opción, es capaz de comer grandes cantidades de patatas o nabos crudos. Pero, en caso de haber alternativa, nunca probaría el pan o las legumbres.
Tarrare (c. 1772) fue un soldado francés que, de manera idéntica a Domery, presentaba cuadros voraces de hambre. Debido a que sus padres no le podían abastecer de todo el alimento que requería, dejó su casa siendo un adolescente. Viajó a París y se integró al Ejército Revolucionario. A diferencia del polaco, a Tarrare no le proporcionaban raciones suficientes para satisfacer su apetito, por lo que se veía en la necesidad de obtener cualquier alimento en el desagüe. Lo hospitalizaron y le realizaron pruebas tal como ocurriera con Domery. Durante el experimento consumió lo equivalente a quince comensales, además de devorar a gatos, serpientes, lagartijas y perros pequeños, todos ellos con vida.
Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como al mal, sólo es aceptable la comparación en grado superlativo.
(Charles Dickens, Historia de Dos Ciudades, 1859)
Hubo un tiempo en el que yo me creía capaz de leer las calles de mi ciudad. Me creía capaz de escudriñar sus rampas y pasajes, sus depósitos humeantes, y hallar algún sentido a las cosas. Pero ahora ya no me creo capaz. O bien he perdido la capacidad, o tal vez las calles se estén volviendo más difíciles de leer. O ambas cosas. No puedo leer libros, que se supone son fáciles, fáciles de leer. Nada de extraño, entonces, que no pueda leer las calles, que, como todos sabemos, son difíciles y duras —revestidas de metal, reforzadas con macizo hormigón armado—. Y cada vez más difíciles, más duras. Analfabetas ellas mismas, las calles son ilegibles. Sencillamente, ya no se dejan leer.
Campos de Londres. Martin Amis
En tiempos de Cervantes, el premio Cervantes se lo habrían dado a Lope de Vega.
Manual de literatura para caníbales. Rafael Reig.
Tebas, la de las Siete Puertas, ¿quién la construyó?
En los libros figuran los nombres de los reyes.
¿Arrastraron los reyes los grandes bloques de piedra?
Y Babilonia, destruida tantas veces,
¿quién la volvió a construir otras tantas? ¿En qué casas
de la dorada Lima vivían los obreros que la construyeron?
La noche en que fue terminada la Muralla china,
¿adónde fueron los albañiles? Roma la Grande
está llena de arcos de triunfo. ¿Quién los erigió?
¿Sobre quiénes triunfaron los Césares? Bizancio, tan cantada,
¿tenía sólo palacios para sus habitantes? Hasta en la fabulosa Atlántida,
la noche en que el mar se la tragaba, los habitantes clamaban
pidiendo ayuda a sus esclavos.
El joven Alejandro conquistó la India.
¿Él solo?
César venció a los galos.
¿No llevaba consigo ni siquiera un cocinero?
Felipe II lloró al hundirse
su flota. ¿No lloró nadie más?
Federico II venció la Guerra de los Siete Años.
¿Quién la venció, además?
Una victoria en cada página.
¿Quién cocinaba los banquetes de la victoria?
Un gran hombre cada diez años.
¿Quién pagaba sus gastos?
Una pregunta para cada historia.
Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus. (Todo lo que queda de una rosa muerta, es su nombre.)
Umberto Eco, "El nombre de la rosa".
"En 1979, el banco en el que mi abuelo deshacía el maíz, era de madera de castaño, el cesto de mimbre y no había ningún elemento de plástico ni de fibras artificiales en la imagen. El maíz servía para tantas cosas, que me atrevo a decir, que estos paisanos fueron pioneros en economía circular. Con la rama verde de la planta del maíz, se alimentaban las vacas, con el grano; las gallinas y con el grano molido; las vacas y los cerdos. Con él, amasado y cocido, se elaboraban platos básicos en la dieta de los labradores; fariñas, boroña, tortos etc. Con la hoja seca del maíz se hacían colchones, con el taruco -parte interior de la mazorca (panoya en ast.) -hacíamos castillos, antes de que se usaran para encender la cocina de leña. Con la ceniza se abonaba alguna tierra y se blanqueaba la ropa.
Si que perdimos desde 1979..."
Fuente: Facebook de Esther Martínez Álvarez
Foto: Pin de Labrante, 1979 (su abuelo) / Las Regueras (Asturias)
«Dime, ¿qué significa que un hombre como él, Bonaparte, soldado, caudillo del ejército, el primer capitán del mundo, quiera ser llamado majestad? ¡Ser Bonaparte y hacerse llamar Sire! Eso es aspirar a rebajarse; pero él, en cambio, cree elevarse equiparándose a los reyes. Prefiere un título a un nombre...
Pobre hombre, que no fue capaz de aprender de César, que hizo de su nombre un título superior al de los reyes.»
Memorias de Ultratumba. Chateaubriand
Toda la gente a la que odiaba se murió hace tiempo. Estoy solo en el mundo.
Los espejos venenosos. Milorad Pavic.
Hay algo peor que trabajar cada día en un lugar sucio, frío o insalubre. Hay algo peor que trabajar cada día para alguien que te humilla o te desprecia. Lo peor que le puede pasar a un hombre es trabajar cada día para seguir siendo pobre.
Adolf Hitler. Discursos.
Mis suelas se arrastran por la playa camino de la mar. Mis manos sostienen con desprecio el pequeño paquete que acabo de recoger en Correos de Algorta con el original de mi última y definitiva novela devuelta por la editorial de turno; ha sufrido el mismo destino que las quince precedentes. Ha sido mi última tentativa. ¿Acaso no es suficiente? Estoy seguro de que he rebasado la luz roja que alerta de la incapacidad de un escritor.
Lo único que desentona en la serenidad del escenario es la velocidad de mi sangre. Lo que no me impide echar la mirada a derecha e izquierda buscando una buena piedra que sepulte el paquete en el destino que se merece. Así concluirá para siempre mi obsesiva búsqueda de esa particular novela negra iluminada por fulgores como «whisky and soda», «alguien tiene que quedarse aquí para contar los muertos», «le pegué en la barbilla apoyando el puñetazo en mis ciento noventa libras de peso», «el muerto era un muchacho delgado, bien parecido hasta hacía poco»… ¡Todo un estilo! ¿Qué soy yo al lado de los Hammett, Chandler, Cain, Himes, Ambler y todo ese Olimpo? Ni me respondo. Los persigo desde hace años, los leo hacia delante y hacia atrás, duermo repitiéndome en sueños sus expresiones implacables, tergiverso mis días para vivir en su mundo… Vanos intentos de gozar de algún contagio. Si no me han salido del todo mal estas últimas líneas se debe a la cercanía de los grandes nombres. No es la primera vez que ocurre, y a punto he estado de bautizar como Chandler o Cain a algún personaje mío para encontrármelo en las páginas y beneficiarme de la magia de su sonido. Nunca lo hice, por un último vestigio de honestidad.
Ramiro Pinilla, "Sólo un muerto más."
-¿Qué camino debo tomar?, dijo Alicia.
-¿Adónde quieres ir? -respondió el gato.
-No lo sé.
-Entonces da igual el camino que tomes.
Charles Lutwidge Dodgson, seudónimo de Lewis Carroll. "Alicia en el país de las maravillas."
“El terror de lo igual alcanza hoy todos los ámbitos vitales. Viajamos por todas partes sin tener ninguna experiencia. Uno se entera de todo sin adquirir ningún conocimiento. Se ansían vivencias y estímulos con los que, sin embargo, uno se queda siempre igual a sí mismo. Uno acumula amigos y seguidores sin experimentar jamás el encuentro con alguien distinto. Los medios sociales representan un grado nulo de lo social. La interconexión digital total y la comunicación total no facilitan el encuentro con otros. Más bien sirven para encontrar personas iguales y que piensan igual, haciéndonos pasar de largo ante los desconocidos y quienes son distintos, y se encargan de que nuestro horizonte de experiencias se vuelva cada vez más estrecho. Nos enredan en un inacabable bucle del yo y, en último término, nos llevan a una «autopropaganda que nos adoctrina con nuestras propias nociones».”
― Byung-Chul Han
menéame