El presente se caracteriza por sustituir la violencia física por la psicológica; en lugar de dar palizas, se organizan sesiones de humillación.
La ira. Zygmunt Milozewsky
La bala perdida no excluye el crimen.
La fiebre del heno. Stanislaw Lem.
El rasgo más característico de la clase media es su capacidad para posponer el placer.
Planeta Champú. Douglas Coupland
Lo que el corazón palpita, la herida lo amplifica
Javier Pérez. El corazón de la herrumbre.
Aún quiero a mi marido, es cierto, su presencia es cómoda, nuestras complicidades, cotidianas o excepcionales aún son reales, no se difuminan ni se debilitan a pesar de los años. ,¿ Pero por qué aún veo a Juan? por alguna razón él me hace pensar que la vida no es un guión cerrado, quízá no le ame. Ni siquiera. Sé que no le amo, pero mantener esos encuentros (cada vez un hotel diferente, otras horas, otro restaurante) me hacen sentir que aún es posible esa sensación, que la felicidad personal era posible, como la que tuve aquel dia desde el mirador del Trocadero con la llanura de París a mis pies.
Ha llegado a nuestros días un informe interno sobre los logros conseguidos por GlavLit en los años 1938-1939. En él se puede leer que, durante aquel período, el órgano central de censura retiró 7.806 obras «políticamente perjudiciales» de 1.860 escritores diferentes. Otros 4.512 títulos fueron reciclados, al ser considerados «de ningún valor para el lector soviético». En total fueron destruidos 24.138.799 ejemplares.
Ingenieros del alma. Frank Westerman
Siempre se puede emplear a la mitad de los pobres para matar a la otra mitad. Son así.
Jason Gould
A Victor Miesel no le falta encanto. Sus facciones angulosas han ido suavizándose con los años, el pelo tupido, la nariz romana y la piel aceitunada recuerdan en cierto modo a Kafka, un Kafka vigoroso que habría conseguido superar la cuarentena. Es alto y aún delgado, aunque el carácter sedentario propio de su oficio lo haya abotargado un poco.
Y es que Victor escribe. Lamentablemente, a pesar de la buena recepción crítica de dos de sus novelas, Las montañas vendrán a nosotros y Fracasos malogrados, a pesar de haber recibido un premio literario muy parisino, de esos cuya faja roja no despierta sin embargo demasiadas pasiones, sus ventas nunca han superado unos pocos miles de ejemplares. A estas alturas ya ha asimilado que no es ninguna tragedia, que la desilusión es lo contrario del fracaso.
A sus cuarenta y tres años, quince de los cuales dedicados a la escritura, el mundillo literario le parece un tren grotesco en el que unos listillos sin billete se cuelan descaradamente en primera, con la complicidad de unos revisores incompetentes, mientras en el andén se quedan los genios modestos (una especie en extinción a la que no se hace ilusiones de pertenecer). Pero Miesel tampoco es un amargado; ha acabado por no darle importancia, se conforma con estar sentado en las ferias de libros firmando cuatro ejemplares en otras tantas horas; cuando un confraternal fiasco deja a su vecino de mesa con tanto tiempo libre como a él, charlan desenfadadamente. Miesel, que a primera vista parece alguien ausente y distante, tiene reputación de ser gracioso sin quererlo. Pero ¿acaso la gente realmente graciosa no lo es siempre «sin quererlo»?
Miesel se gana la vida con las traducciones. Del inglés, del ruso y del polaco, lengua en que le hablaba su abuela cuando era niño. Ha traducido a Vladímir Odóyevski y a Nikolái Leskov, autores decimonónicos que ya nadie lee. También ha hecho cosas disparatadas, como adaptar para un festival Esperando a Godot en klingon, la lengua de los crueles extraterrestres de Star Trek. Para no dejar tiritando su cuenta corriente, Victor traduce también del inglés best sellers entretenidos, de esos que dan a la literatura un estatus de arte menor para menores. Su profesión le ha abierto la puerta de los editores más prestigiosos, por no decir poderosos, sin que sus propios manuscritos hayan conseguido pasar del rellano.
Miesel tiene una superstición: lleva siempre en el bolsillo de los vaqueros una pieza de Lego, la más común, la de dos por cuatro, de color rojo intenso. Procede de la muralla del castillo fortificado que estaba construyendo con la ayuda de su padre cuando se produjo el accidente en la obra y la maqueta se quedó a medias, junto a la cama. El pequeño pasó mucho tiempo observando en silencio las almenas, el puente levadizo, las figuritas, el torreón. Tanto desmantelar el castillo como seguir construyéndolo en solitario habría supuesto aceptar la muerte del padre. Un día desenganchó una pieza de la muralla, se la metió en el bolsillo y desmontó la fortificación. De eso hace ya treinta y cuatro años. Victor ha perdido dos veces la pieza, y dos veces ha conseguido otra igual. Primero con dolor, luego sin remordimientos. Cuando murió su madre, el año pasado, metió la pieza en el ataúd y la reemplazó acto seguido. Ese pequeño paralelepípedo rojo no es su padre, sino más bien el recuerdo de un recuerdo, el símbolo de la filiación y de la fidelidad.
Miesel no tiene hijos. En el terreno sentimental, va de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo. A menudo distante, no acaba de convencer a las mujeres y aún no ha encontrado a ninguna con quien compartir su vida durante un largo periodo de tiempo. O quizá es que las escoge para no conseguirlo.
Mentira: encontró a la mujer hace cuatro años, en las jornadas de traducción de Arles: mientras daba una charla sobre cómo «traducir el humor en Goncharov», la vio en primera fila. Intentó mirarla solo a ella. Al terminar, un editor lo retuvo —¿Y si traduce para nosotros a la feminista rusa Liubov Gurevich? ¿Qué le parece? Una escritora estupenda, ¿verdad?— y no pudo escabullirse. Pero dos horas más tarde, mientras atendía pacientemente en la cola de los postres, se dio cuenta de que la tenía detrás, sonriendo. Lo cierto es que, en cuestiones de amor, el corazón es el primero en enterarse y lo clama a gritos. Desde luego, no va uno a declararse así como así, de buenas a primeras. No lo entendería. Mejor obviar que hemos caído en sus redes y darle conversación.
Al llegar al final de la zona de postres, a la altura de los coulants de chocolate, Victor se volvió y la abordó. Le preguntó, balbuceando, cómo se traducía «crema inglesa» al inglés, ya que french cream es la crema Chantilly. Sí, por desgracia no había encontrado nada mejor. Ella se había reído, educadamente, y había respondido Ascot cream con una voz ronca maravillosa, antes de volver a la mesa con sus amigas. Miesel necesitó su tiempo para entender que Ascot, como Chantilly, era un hipódromo, pero inglés.
Intercambiaron varias miradas cómplices, según le pareció a Victor, que se dirigió al bar de manera ostensible, con la esperanza de que ella lo siguiera, pero estaba enfrascada en una discusión a todas luces apasionante. Sintiéndose como un estúpido adolescente, se marchó al hotel. No la encontró entre las fotos de los participantes, pero estaba convencido de volver a verla y se pasó toda la mañana, bajo tal o cual pretexto, asistiendo a los diferentes talleres. Fue en vano. Tampoco estaba en la fiesta de clausura de las jornadas. Se había evaporado. En su último desayuno en el hotel, se la describió a un amigo de la organización, pero bajita, morena y fascinante nunca han sido adjetivos demasiado relevantes.
Victor volvió a las jornadas de Arles los dos años siguientes, y si lo hizo, no quería engañarse, fue con la esperanza de encontrarla de nuevo. Desde entonces —en una grave falta de profesionalidad—, cuela en sus traducciones pequeñas referencias al hipódromo de Ascot o a la crema inglesa. La primera vez que cometió semejante fechoría fue en el volumen de artículos de Gurevich: en el texto introductorio, «Почему нужно дать женщинам все права и свободу», «Por qué hay que dar a las mujeres todos los derechos y la libertad», Miesel se las arregló para escribir: «La libertad no es la crema inglesa en un pastel de chocolate, es un derecho». Era bastante sutil y, ¿quién sabe?, al fin y al cabo ella se había interesado por Goncharov. Pero no. Si leyó el libro, no se dio cuenta del añadido, como tampoco lo hizo el editor, ni en realidad ningún lector. Victor dejó que la vida siguiera su curso, y fue una pena.
A principios de año, un organismo francoestadounidense financiado por los servicios culturales de la embajada de Francia le otorga un premio de traducción por uno de los thrillers que le dan de comer. A primeros de marzo, Miesel viaja a Estados Unidos para recibirlo y el avión sufre unas turbulencias monstruosas. Durante un tiempo interminable, la tempestad bandea el avión en todas direcciones. El comandante intenta tranquilizar a los pasajeros, pero nadie tiene ninguna duda —y Miesel el que menos— de que van a caer al mar y a estrellarse contra un muro de agua. Durante unos minutos que le parecen eternos, resiste, se aferra al asiento, tensa los músculos para aguantar mejor los bandazos. Evita mirar por la ventanilla, que da a una noche de granizo. Entonces, varias filas más adelante, cerca de un rubio con capucha amodorrado que parece no enterarse de nada, la ve. Si se hubiese fijado en ella al embarcar, no podría haber dejado de observarla. Sin ser idénticas, le recuerda cruelmente a su arlesiana desaparecida. Por su fragilidad, por la finura de sus rasgos, por la textura de su piel, por la gracilidad de su cuerpo parece una chavala, pero las minúsculas patas de gallo revelan que ronda la treintena. Las almohadillas de sus gafas de carey le dibujan en la nariz efímeras alas de mosca. De vez en cuando sonríe a su vecino, un hombre mayor que ella, tal vez su padre, y los tumbos del aparato parecen divertirlos, a menos que mostrarse desenfadados sea una estrategia para mantener la calma.
Pero el avión entra en una nueva bolsa de aire y, de pronto, algo se rompe en Victor, cierra los ojos y se deja zarandear en todas direcciones, sin intentar controlar su cuerpo. Se ha convertido en uno de esos ratones de laboratorio que, sometidos a un violento estrés, dejan de luchar y se resignan a morir.
Finalmente, tras un tiempo interminable, el aparato deja atrás la tormenta. Pero Miesel permanece postrado, atrapado en una terrible sensación de irrealidad. La vida se reanuda a su alrededor, la gente ríe, llora, pero él lo mira todo a través de un cristal borroso. El comandante prohíbe a los pasajeros desabrocharse el cinturón hasta que el avión aterrice, aunque Miesel se ha quedado tan exhausto que sería incapaz de separarse de su asiento. En cuanto se abren las puertas del avión, los pasajeros se precipitan a la salida, impacientes por abandonarlo, pero Miesel permanece sentado mientras el aparato se vacía, mirando por la ventanilla. Cuando una azafata le pone la mano en el hombro, hace un esfuerzo y se levanta. Solo entonces piensa en la joven, con mayor intensidad aún. Presiente que solo ella podrá rescatarlo del abismo de inexistencia en que se encuentra, la busca con la mirada, pero no la ve, ni ahora ni en la cola del control de inmigración.
El responsable de la Oficina del Libro acude a recogerlo al aeropuerto y se muestra solícito con el traductor taciturno y desorientado.
—¿Seguro que se encuentra bien, señor Miesel?
—Sí. Diría que hemos estado a punto de morir. Pero estoy bien.
El tono monocorde inquieta al hombre del consulado. No intercambian ni una palabra más hasta llegar al hotel. Cuando al día siguiente por la tarde vuelve a buscarlo, comprende que el traductor no ha salido de su habitación en todo el día, y que ni siquiera ha comido. Se ve obligado a insistirle para que se duche y se vista. La recepción tiene lugar en la librería Albertine, en la Quinta Avenida, frente a Central Park. En un momento dado, tras un gesto apremiante del agregado cultural, Miesel saca del bolsillo el discurso de agradecimiento que ha escrito en París y, con voz apagada, afirma que el papel del traductor consiste en «liberar, transponiéndolo, el puro lenguaje que permanece cautivo en la obra», expone sin brillo todas las virtudes que no piensa de la autora norteamericana, una rubia enorme y mal maquillada que no para de sonreír a su lado, y se calla abruptamente. Ante el desconcierto general, la escritora coge el micro para darle las gracias de manera efusiva y anunciar que su saga fantástica tendrá otros dos volúmenes. Luego, durante el cóctel, Miesel se muestra ausente.
«Ya le vale, con la pasta que nos cuestan estas celebraciones podría hacer un pequeño esfuerzo, ¿no?», masculla en un aparte el consejero cultural. El responsable de la Oficina del Libro defiende sin demasiada convicción a Miesel, que toma el avión de regreso a la mañana siguiente.
Cuando llega a París, se pone a escribir como al dictado, y la mecánica incontrolable de su propia escritura lo sumerge en un abismo de ansiedad. El libro acabará titulándose La anomalía y será el séptimo en la carrera del escritor.
«En toda mi vida no he hecho un solo gesto. Sé muy bien que desde siempre han sido los gestos los que me han hecho a mí, que ningún movimiento ha sido realizado bajo mi control. Mi cuerpo se ha limitado a moverse entre unas líneas que yo no he trazado. Es una vanidad creer que dominamos el espacio, cuando no hacemos más que seguir las curvas que suponen el menor esfuerzo. Límite de límites. Ningún despegue desplegará jamás el cielo.»
En pocas semanas, un Victor Miesel grafómano rellena un centenar de páginas de esta índole, oscilando entre el lirismo y la metafísica: «La ostra que sufre a la perla sabe que no hay más conciencia que la del dolor, incluso que no hay más placer que el del dolor. […] La frescura de la almohada me devuelve siempre a la vana temperatura de mi sangre. Si tirito de frío es porque mi capa de soledad no consigue calentar el mundo».
Los últimos días ni siquiera sale de casa. El último párrafo que manda a la editorial muestra cómo esta experiencia de desrealización linda con lo inextricable: «Nunca he sabido en qué cambiaría el mundo si yo no hubiera existido, ni hacia qué confines lo habría desplazado si hubiera existido con mayor intensidad, y no se me ocurre de qué modo mi desaparición podría alterar su movimiento. Heme aquí, caminando por un sendero cuyas piedras ausentes me conducen hacia ningún lugar. Soy el punto donde la vida y la muerte se unen hasta confundirse, donde la máscara del vivo se alivia en el rostro del difunto. Esta mañana de cielo despejado alcanzo a verme y soy como todo el mundo. No pongo fin a mi existencia, doy vida a la inmortalidad. En vano escribo, al fin, esta última frase que no pretende demorar el momento».
Una vez tecleadas estas palabras y enviado el archivo a su editora, Victor Miesel, abrumado por una intensa angustia que no sabría definir, sale al balcón y cae al vacío. O se arroja. No deja ninguna nota, pero todo el texto lo conduce hacia ese gesto final.
«No pongo fin a mi existencia, doy vida a la inmortalidad.»
La anomalía. Herve Le Tellier
-Usted está en contra de la tortura, supongo.
-No: en invierno ayuda a pasar la tarde.
Memorias de Ultratumba. Chateaubriand.
No es que sea homosexual. Es que las mujeres me resultan cronofágicas.
El sexto continente. Daniel Pennac.
Soy el que soy: ¿cómo podría escaparme de mí mismo? Y, sin embargo, —¡estoy harto de mí! …»
En este terreno del autodesprecio, auténtico terreno cenagoso, crece toda mala hierba, toda planta venenosa, y todo ello muy pequeño, muy escondido, muy honesto, muy dulzón. Aquí pululan los gusanos de los sentimientos de venganza y rencor; aquí el aire apesta a cosas secretas e inconfesables; aquí se teje permanentemente la red de la más malévola conjura, — la conjura de los que sufren contra los bien constituidos y victoriosos, aquí el aspecto del victorioso es odiado.
¡Y cuánta falsedad e hipocresía para no reconocer que ese odio es odio! ¡Qué derroche de grandes palabras y actitudes afectadas, qué arte de la difamación justificada! Esas gentes mal constituidas: ¡qué noble elocuencia brota de sus labios! ¡Cuánta azucarada, viscosa, humilde entrega flota en sus ojos! ¿Qué quieren propiamente?
Representar al menos la justicia, el amor, la sabiduría, la superioridad —¡tal es la ambición de esos «ínfimos», de esos enfermos! ¡Y qué hábiles los vuelve esa ambición! Admiremos sobre todo la habilidad de falsificadores de moneda con que aquí se imita el cuño de la virtud, incluso el tintineo, el áureo sonido de la virtud. Ahora han arrendado la virtud en exclusiva para ellos, esos débiles y enfermos incurables, no hay duda: «sólo nosotros somos los buenos, los justos, dicen, sólo nosotros somos los homines bonae voluntatis [hombres de buena voluntad]».
Andan dando vueltas en medio de nosotros cual reproches vivientes, cual advertencias dirigidas a nosotros, —como si la buena constitución, la fortaleza, el orgullo, el sentimiento de poder fueran en sí ya cosas viciosas: cosas que haya que expiar alguna vez, expiar amargamente: ¡oh, cómo ellos mismos están en el fondo dispuestos a hacer expiar! ¡Qué ansiosos están de ser verdugos!
Genealogía de moral. Friedrich Nietzsche.
Al hablar de lo poco que valemos he hecho un severo examen de conciencia; me he preguntado si no me sumé de forma calculada a la inanidad de los tiempos presentes, para ganarme el derecho a condenar a los demás; seguro como estaba in petto de que mi nombre figuraría en medio de todos esos seres grises. No: estoy convencido de que nos desvaneceremos todos; en primer lugar, porque no hay en nosotros nada que nos haga perdurables; en segundo lugar, porque el siglo en el que comenzamos o terminamos nuestros días tampoco tiene él con qué hacernos perdurables. Generaciones castradas, agotadas, desdeñosas, sin fe, abocadas a la nada que aman, no podrían dar la inmortalidad; carecen de toda capacidad para crear un prestigio; aunque pegarais vuestros oídos a su boca no oiríais nada: no sale sonido alguno del corazón de los muertos.
(Os dejo intentar adivinar el autor y el libro)
—Pater Noster. Eso significa Padre nuestro. ¡Padre nuestro que estás en los cielos!
Pero nosotros estamos en el infierno.
¡Padre nuestro!
¿Cómo te llamas?
¿Te llamas Pater Noster, Padre nuestro? ¿O Joh Fredersen? ¿O máquina? ¡Te reverenciamos, máquina, Pater Noster!
Venga a nosotros tu reino.
Venga a nosotros tu reino, máquina… Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.
»¿Cuál es Tu voluntad con respecto a nosotros, máquina, Pater Noster?
¿Eres el mismo en el cielo que en la tierra…?
Padre nuestro que estás en los cielos; cuando nos llames al cielo, ¿nos ocuparemos de las máquinas de Tu mundo, las grandes ruedas que destrozan los miembros de Tus criaturas, ese gran tiovivo llamado la tierra?
¡Hágase tu voluntad, Pater Noster!
El pan nuestro de cada día dánoslo hoy. Muele, máquina, muele la harina para nuestro pan. Se hace el pan con la harina de nuestros huesos.
Y perdónanos nuestras deudas.
¿Qué deudas, Pater Noster? ¿La deuda de tener un cerebro y un corazón que tú no tienes, máquina?
Y no nos dejes caer en la tentación. No, no nos dejes caer en la tentación de alzarnos contra ti, máquina, porque tú eres más fuerte que nosotros, tú eres mil veces más fuerte que nosotros, y tú siempre tienes razón y nosotros siempre estamos equivocados porque somos más débiles que tú, máquina.
Pero líbranos del mal, máquina, líbranos de ti, máquina.
Porque tuyo es el reino y el poder y la gloría para siempre. Amén. Pater Noster, Padre nuestro. Padre nuestro que estás en los cielos…
Metrópolis. Thea Von Harbou
Sma siempre había sospechado que muchas tripulaciones de nave estaban locas. De hecho, incluso sospechaba que un cierto número de naves tenían graves problemas que resolver en el departamento de la cordura. El piquete ultrarrápido Xenófobo sólo contaba con veinte tripulantes, y Sma se había dado cuenta de que por regla general cuanto menos numerosa era la tripulación más raro resultaba su comportamiento. Saberlo hizo que estuviera preparada para enfrentarse a gente bastante rara incluso antes de que el módulo entrase en el hangar.
El uso de las armas, Iain M. Banks
"...Por otro lado, éste había llegado a una edad en la que oírse llamar a toda hora hijo de puta sifilítica y soplapollas ya no le parecía apropiado ni, por inversión, vagamente adulador".
Tom Sharpe. ("Vicios ancestrales").
Soy Pink Tomate, el gato de Amarilla. A veces no sé si soy tomate o gato. En todo caso a veces me parece que soy un gato que le gustan los tomates o más bien un tomate con cara de gato. O algo así. Me gusta el olor del vodka con las flores. Me gusta ese olor en las mañanas cuando Amarilla llega de una fiesta llena de olores y humos y me dice hola Pink y yo me digo, mierda esta Amarilla es cosas seria, nunca duerme, nunca come, nunca descansa, qué vaina, qué cosa tan seria. Claro que a veces me desespera cuando llega con la noche entre sus manos, con la desesperación en su boca y entonces se sienta en el sofá, me riega un poco de ceniza de cigarrillo en el pelo, qué cosa tan seria, y empieza a cantar alguna canción triste, algo así como I want a trip trip trip como para poder resistir la mañana o para terminar de joderla trip trip trip.
Mierda, los días con Amarilla son algo serio. Voy a intentar hacer un horario de esos días llenos de sol, esos días un poco rotos, raros, llenos de humo, un poco llenos de café negro. Voy a hablar en presente porque para nosotros los gatos no existe el pasado. O bueno sí existe, lo que pasa es que lo ignoramos. En cuanto al futuro nos parece que es pura y física mierda. Sólo existe el presente y punto. El presente es ya, es un techo, una calle, una lata de cerveza vacía, es la lluvia que cae en la noche, es un avión que pasa y hace vibrar las flores que Amarilla ha puesto en el florero, el presente es el cielo azul, es una gata a la que le digo eres cosa seria y ella me responde sí, soy cosa seria, mierda, el presente es un poco de whisky con flores, es esa canción con café negro, es ese ritmo con olor a tomates, ocho de la mañana, techos grises, teticas con pecas, nada que hacer I want a trip trip trip mierda que cosa tan seria.
Opio en las Nubes - Rafael Chaparro
De mis antepasados galos, tengo los ojos azul pálido, el cerebro pobre y la torpeza en la lucha. Me parece que mi vestimenta es tan bárbara como la de ellos. Pero yo no me unto de grasa la cabellera.
Los galos fueron los desolladores de animales, los quemadores de hierbas más ineptos de su época. Les debo: la idolatría y la afición al sacrilegio; ¡oh! todos los vicios, cólera, lujuria, la lujuria, magnífica; sobre todo, mentira y pereza.
Siento horror por todos los oficios. Maestros obreros, todos campesinos, innobles. La mano en la pluma equivale a la mano en el arado. -¡Qué siglo de manos!- Yo jamás tendré una mano. Además, la domesticidad lleva demasiado lejos. La honradez de la mendicidad me desespera. Los criminales asquean como castrados: yo, por mi parte, estoy intacto y eso me da lo mismo. Pero, ¿qué es lo que ha dotado a mi lengua de tal perfidia, para que hasta aquí haya guardado y protegido mi pereza? Sin ni siquiera servirme de mi cuerpo para vivir y más ocioso que el sapo, he subsistido dondequiera. No hay familia en Europa a la que no conozca. -Hablo de familias como la mía, que todo se lo deben a la Declaración de los Derechos del Hombre-. ¡He conocido cada hijo de familia!
Jean Arthur Rimbaud, "Una temporada en el infierno."
Aliide Truu miraba fijamente a la mosca y ésta le devolvía la mirada. Aquellos ojos globulosos le provocaban náuseas. Era una moscarda excepcionalmente grande, ruidosa, ansiosa por poner los huevos. Mientras aguardaba colarse en la cocina, se frotaba las alas y las patas sobre la cortina, como preparándose para comer. Buscaba carne, sólo carne. Las mermeladas y el resto de conservas estaban a salvo, pero la carne no. La puerta de la cocina se hallaba cerrada. La mosca esperaba. Esperaba a que Aliide se cansase de intentar cazarla, saliera de la habitación y abriese la puerta de la cocina. El matamoscas se estrelló contra la cortina, que se agitó, las flores de encaje se arrugaron y los claveles de invierno quedaron a la vista por un momento a través del cristal, pero la mosca escapó y fue a posarse desafiante en la ventana, justo encima de la cabeza de Aliide. ¡Paciencia! Necesitaba calma para mantener la mano firme.
La mosca la había despertado por la mañana al pasearse por las arrugas de su frente como quien deambula despreocupado por la carretera, en un gesto de arrogante provocación. Aliide había apartado la manta y se había levantado deprisa para cerrar la puerta de la cocina, pues a la mosca todavía no se le había ocurrido entrar allí. Era idiota, idiota y malvada.
Sujetó con fuerza el liso y gastado mango de madera del matamoscas y asestó otro golpe. El agrietado cuero batió contra el cristal, haciéndolo temblar, los ganchos tintinearon y, detrás de la tabla de las cortinas, el cordel que las sujetaba pegó una sacudida, pero la mosca se volvió a escapar, burlona. Ya llevaba más de una hora intentando matarla, pero ella salía airosa de cada golpe y ahora volaba cerca del techo con un fuerte zumbido. Era una moscarda asquerosa, crecida en la alcantarilla. La dejó por un momento. Descansaría un poco, después la mataría y más tarde iría a escuchar la radio y preparar conservas. Las frambuesas esperaban, y también los tomates, los jugosos y maduros tomates. Ese año la cosecha había sido excepcionalmente buena.
Purga, Sofi Oksanen
El que no trabaje, que no coma.
Epístola de San Pablo a los Tesalonicenses. 3:10
John Smith, uno de los fundadores de las colonias en América.
Vladimir Ilich Lenin. El Estado y la Revolución.
Constitución de la Unión Soviética. 1936.
La violencia es un argumento válido o no, dependiendo de lo que se quiera demostrar.
Oscar Wilde.
“Pintó triunfante a Agamenón Homero
y a los troyanos viles y apocados,
y a Penélope, fiel a su marido,
sufriendo mil ultrajes de los pretendientes.
Pero si quieres la verdad desnuda,
entonces vuelve del revés la historia:
Grecia vencida, Troya vencedora
y, en fin, que fue Penélope una ramera”
Fragmento del poema épico Orlando Furioso ( Canto XXXV)
Ludovico Ariosto ( 1474- 1533)
En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.
Jorge Luis Borges, "Las ruinas circulares"
En alguien puede la naturaleza
haber puesto colorido y belleza
que jamás el arte logrará igualar.
Mas para conmover a un corazón sensible
menos puede ese don que la gracia invisible
que el amor llega a detectar.
Charles Perrault, "Riquete el del copete" (En algunas versiones: "Riquet el del copete".)
—Señor, un caudaloso río dividía dos términos de un mismo señorío, y esté vuestra merced atento, porque el caso es de importancia y algo dificultoso... Digo, pues, que sobre este río estaba una puente, y al cabo della una horca y una como casa de audiencia, en la cual de ordinario había cuatro jueces que juzgaban la ley que puso el dueño del río, de la puente y del señorío, que era en esta forma: «Si alguno pasare por esta puente de una parte a otra, ha de jurar primero adónde y a qué va; y si jurare verdad, déjenle pasar, y si dijere mentira, muera por ello ahorcado en la horca que allí se muestra, sin remisión alguna». Sabida esta ley y la rigurosa condición della, pasaban muchos, y luego en lo que juraban se echaba de ver que decían verdad y los jueces los dejaban pasar libremente. Sucedió, pues, que tomando juramento a un hombre juró y dijo que para el juramento que hacía, que iba a morir en aquella horca que allí estaba, y no a otra cosa. Repararon los jueces en el juramento y dijeron: «Si a este hombre le dejamos pasar libremente, mintió en su juramento, y conforme a la ley debe morir; y si le ahorcamos, él juró que iba a morir en aquella horca, y, habiendo jurado verdad, por la misma ley debe ser libre». Pídese a vuesa merced, señor gobernador, qué harán los jueces del tal hombre, que aún hasta agora están dudosos y suspensos, y, habiendo tenido noticia del agudo y elevado entendimiento de vuestra merced, me enviaron a mí a que suplicase a vuestra merced de su parte diese su parecer en tan intricado y dudoso caso.
A lo que respondió Sancho:
—Por cierto que esos señores jueces que a mí os envían lo pudieran haber escusado, porque yo soy un hombre que tengo más de mostrenco que de agudo; pero, con todo eso, repetidme otra vez el negocio de modo que yo le entienda: quizá podría ser que diese en el hito.
Volvió otra y otra vez el preguntante a referir lo que primero había dicho, y Sancho dijo:
—A mi parecer, este negocio en dos paletas le declararé yo, y es así: el tal hombre jura que va a morir en la horca, y si muere en ella, juró verdad y por la ley puesta merece ser libre y que pase la puente; y si no le ahorcan, juró mentira y por la misma ley merece que le ahorquen.
—Así es como el señor gobernador dice —dijo el mensajero—, y cuanto a la entereza y entendimiento del caso, no hay más que pedir ni que dudar.
—Digo yo, pues, agora —replicó Sancho— que deste hombre aquella parte que juró verdad la dejen pasar, y la que dijo mentira la ahorquen, y desta manera se cumplirá al pie de la letra la condición del pasaje.
—Pues, señor gobernador —replicó el preguntador—, será necesario que el tal hombre se divida en partes, en mentirosa y verdadera; y si se divide, por fuerza ha de morir, y así no se consigue cosa alguna de lo que la ley pide, y es de necesidad espresa que se cumpla con ella.
—Venid acá, señor buen hombre —respondió Sancho—: este pasajero que decís, o yo soy un porro o él tiene la misma razón para morir que para vivir y pasar la puente, porque si la verdad le salva, la mentira le condena igualmente; y siendo esto así, como lo es, soy de parecer que digáis a esos señores que a mí os enviaron que, pues están en un fil las razones de condenarle o asolverle, que le dejen pasar libremente, pues siempre es alabado más el hacer bien que mal. Y esto lo diera firmado de mi nombre si supiera firmar, y yo en este caso no he hablado de mío, sino que se me vino a la memoria un precepto, entre otros muchos que me dio mi amo don Quijote la noche antes que viniese a ser gobernador desta ínsula, que fue que cuando la justicia estuviese en duda me decantase y acogiese a la misericordia, y ha querido Dios que agora se me acordase, por venir en este caso como de molde.
menéame