A Victor Miesel no le falta encanto. Sus facciones angulosas han ido suavizándose con los años, el pelo tupido, la nariz romana y la piel aceitunada recuerdan en cierto modo a Kafka, un Kafka vigoroso que habría conseguido superar la cuarentena. Es alto y aún delgado, aunque el carácter sedentario propio de su oficio lo haya abotargado un poco.
Y es que Victor escribe. Lamentablemente, a pesar de la buena recepción crítica de dos de sus novelas, Las montañas vendrán a nosotros y Fracasos malogrados, a pesar de haber recibido un premio literario muy parisino, de esos cuya faja roja no despierta sin embargo demasiadas pasiones, sus ventas nunca han superado unos pocos miles de ejemplares. A estas alturas ya ha asimilado que no es ninguna tragedia, que la desilusión es lo contrario del fracaso.
A sus cuarenta y tres años, quince de los cuales dedicados a la escritura, el mundillo literario le parece un tren grotesco en el que unos listillos sin billete se cuelan descaradamente en primera, con la complicidad de unos revisores incompetentes, mientras en el andén se quedan los genios modestos (una especie en extinción a la que no se hace ilusiones de pertenecer). Pero Miesel tampoco es un amargado; ha acabado por no darle importancia, se conforma con estar sentado en las ferias de libros firmando cuatro ejemplares en otras tantas horas; cuando un confraternal fiasco deja a su vecino de mesa con tanto tiempo libre como a él, charlan desenfadadamente. Miesel, que a primera vista parece alguien ausente y distante, tiene reputación de ser gracioso sin quererlo. Pero ¿acaso la gente realmente graciosa no lo es siempre «sin quererlo»?
Miesel se gana la vida con las traducciones. Del inglés, del ruso y del polaco, lengua en que le hablaba su abuela cuando era niño. Ha traducido a Vladímir Odóyevski y a Nikolái Leskov, autores decimonónicos que ya nadie lee. También ha hecho cosas disparatadas, como adaptar para un festival Esperando a Godot en klingon, la lengua de los crueles extraterrestres de Star Trek. Para no dejar tiritando su cuenta corriente, Victor traduce también del inglés best sellers entretenidos, de esos que dan a la literatura un estatus de arte menor para menores. Su profesión le ha abierto la puerta de los editores más prestigiosos, por no decir poderosos, sin que sus propios manuscritos hayan conseguido pasar del rellano.
Miesel tiene una superstición: lleva siempre en el bolsillo de los vaqueros una pieza de Lego, la más común, la de dos por cuatro, de color rojo intenso. Procede de la muralla del castillo fortificado que estaba construyendo con la ayuda de su padre cuando se produjo el accidente en la obra y la maqueta se quedó a medias, junto a la cama. El pequeño pasó mucho tiempo observando en silencio las almenas, el puente levadizo, las figuritas, el torreón. Tanto desmantelar el castillo como seguir construyéndolo en solitario habría supuesto aceptar la muerte del padre. Un día desenganchó una pieza de la muralla, se la metió en el bolsillo y desmontó la fortificación. De eso hace ya treinta y cuatro años. Victor ha perdido dos veces la pieza, y dos veces ha conseguido otra igual. Primero con dolor, luego sin remordimientos. Cuando murió su madre, el año pasado, metió la pieza en el ataúd y la reemplazó acto seguido. Ese pequeño paralelepípedo rojo no es su padre, sino más bien el recuerdo de un recuerdo, el símbolo de la filiación y de la fidelidad.
Miesel no tiene hijos. En el terreno sentimental, va de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo. A menudo distante, no acaba de convencer a las mujeres y aún no ha encontrado a ninguna con quien compartir su vida durante un largo periodo de tiempo. O quizá es que las escoge para no conseguirlo.
Mentira: encontró a la mujer hace cuatro años, en las jornadas de traducción de Arles: mientras daba una charla sobre cómo «traducir el humor en Goncharov», la vio en primera fila. Intentó mirarla solo a ella. Al terminar, un editor lo retuvo —¿Y si traduce para nosotros a la feminista rusa Liubov Gurevich? ¿Qué le parece? Una escritora estupenda, ¿verdad?— y no pudo escabullirse. Pero dos horas más tarde, mientras atendía pacientemente en la cola de los postres, se dio cuenta de que la tenía detrás, sonriendo. Lo cierto es que, en cuestiones de amor, el corazón es el primero en enterarse y lo clama a gritos. Desde luego, no va uno a declararse así como así, de buenas a primeras. No lo entendería. Mejor obviar que hemos caído en sus redes y darle conversación.
Al llegar al final de la zona de postres, a la altura de los coulants de chocolate, Victor se volvió y la abordó. Le preguntó, balbuceando, cómo se traducía «crema inglesa» al inglés, ya que french cream es la crema Chantilly. Sí, por desgracia no había encontrado nada mejor. Ella se había reído, educadamente, y había respondido Ascot cream con una voz ronca maravillosa, antes de volver a la mesa con sus amigas. Miesel necesitó su tiempo para entender que Ascot, como Chantilly, era un hipódromo, pero inglés.
Intercambiaron varias miradas cómplices, según le pareció a Victor, que se dirigió al bar de manera ostensible, con la esperanza de que ella lo siguiera, pero estaba enfrascada en una discusión a todas luces apasionante. Sintiéndose como un estúpido adolescente, se marchó al hotel. No la encontró entre las fotos de los participantes, pero estaba convencido de volver a verla y se pasó toda la mañana, bajo tal o cual pretexto, asistiendo a los diferentes talleres. Fue en vano. Tampoco estaba en la fiesta de clausura de las jornadas. Se había evaporado. En su último desayuno en el hotel, se la describió a un amigo de la organización, pero bajita, morena y fascinante nunca han sido adjetivos demasiado relevantes.
Victor volvió a las jornadas de Arles los dos años siguientes, y si lo hizo, no quería engañarse, fue con la esperanza de encontrarla de nuevo. Desde entonces —en una grave falta de profesionalidad—, cuela en sus traducciones pequeñas referencias al hipódromo de Ascot o a la crema inglesa. La primera vez que cometió semejante fechoría fue en el volumen de artículos de Gurevich: en el texto introductorio, «Почему нужно дать женщинам все права и свободу», «Por qué hay que dar a las mujeres todos los derechos y la libertad», Miesel se las arregló para escribir: «La libertad no es la crema inglesa en un pastel de chocolate, es un derecho». Era bastante sutil y, ¿quién sabe?, al fin y al cabo ella se había interesado por Goncharov. Pero no. Si leyó el libro, no se dio cuenta del añadido, como tampoco lo hizo el editor, ni en realidad ningún lector. Victor dejó que la vida siguiera su curso, y fue una pena.
A principios de año, un organismo francoestadounidense financiado por los servicios culturales de la embajada de Francia le otorga un premio de traducción por uno de los thrillers que le dan de comer. A primeros de marzo, Miesel viaja a Estados Unidos para recibirlo y el avión sufre unas turbulencias monstruosas. Durante un tiempo interminable, la tempestad bandea el avión en todas direcciones. El comandante intenta tranquilizar a los pasajeros, pero nadie tiene ninguna duda —y Miesel el que menos— de que van a caer al mar y a estrellarse contra un muro de agua. Durante unos minutos que le parecen eternos, resiste, se aferra al asiento, tensa los músculos para aguantar mejor los bandazos. Evita mirar por la ventanilla, que da a una noche de granizo. Entonces, varias filas más adelante, cerca de un rubio con capucha amodorrado que parece no enterarse de nada, la ve. Si se hubiese fijado en ella al embarcar, no podría haber dejado de observarla. Sin ser idénticas, le recuerda cruelmente a su arlesiana desaparecida. Por su fragilidad, por la finura de sus rasgos, por la textura de su piel, por la gracilidad de su cuerpo parece una chavala, pero las minúsculas patas de gallo revelan que ronda la treintena. Las almohadillas de sus gafas de carey le dibujan en la nariz efímeras alas de mosca. De vez en cuando sonríe a su vecino, un hombre mayor que ella, tal vez su padre, y los tumbos del aparato parecen divertirlos, a menos que mostrarse desenfadados sea una estrategia para mantener la calma.
Pero el avión entra en una nueva bolsa de aire y, de pronto, algo se rompe en Victor, cierra los ojos y se deja zarandear en todas direcciones, sin intentar controlar su cuerpo. Se ha convertido en uno de esos ratones de laboratorio que, sometidos a un violento estrés, dejan de luchar y se resignan a morir.
Finalmente, tras un tiempo interminable, el aparato deja atrás la tormenta. Pero Miesel permanece postrado, atrapado en una terrible sensación de irrealidad. La vida se reanuda a su alrededor, la gente ríe, llora, pero él lo mira todo a través de un cristal borroso. El comandante prohíbe a los pasajeros desabrocharse el cinturón hasta que el avión aterrice, aunque Miesel se ha quedado tan exhausto que sería incapaz de separarse de su asiento. En cuanto se abren las puertas del avión, los pasajeros se precipitan a la salida, impacientes por abandonarlo, pero Miesel permanece sentado mientras el aparato se vacía, mirando por la ventanilla. Cuando una azafata le pone la mano en el hombro, hace un esfuerzo y se levanta. Solo entonces piensa en la joven, con mayor intensidad aún. Presiente que solo ella podrá rescatarlo del abismo de inexistencia en que se encuentra, la busca con la mirada, pero no la ve, ni ahora ni en la cola del control de inmigración.
El responsable de la Oficina del Libro acude a recogerlo al aeropuerto y se muestra solícito con el traductor taciturno y desorientado.
—¿Seguro que se encuentra bien, señor Miesel?
—Sí. Diría que hemos estado a punto de morir. Pero estoy bien.
El tono monocorde inquieta al hombre del consulado. No intercambian ni una palabra más hasta llegar al hotel. Cuando al día siguiente por la tarde vuelve a buscarlo, comprende que el traductor no ha salido de su habitación en todo el día, y que ni siquiera ha comido. Se ve obligado a insistirle para que se duche y se vista. La recepción tiene lugar en la librería Albertine, en la Quinta Avenida, frente a Central Park. En un momento dado, tras un gesto apremiante del agregado cultural, Miesel saca del bolsillo el discurso de agradecimiento que ha escrito en París y, con voz apagada, afirma que el papel del traductor consiste en «liberar, transponiéndolo, el puro lenguaje que permanece cautivo en la obra», expone sin brillo todas las virtudes que no piensa de la autora norteamericana, una rubia enorme y mal maquillada que no para de sonreír a su lado, y se calla abruptamente. Ante el desconcierto general, la escritora coge el micro para darle las gracias de manera efusiva y anunciar que su saga fantástica tendrá otros dos volúmenes. Luego, durante el cóctel, Miesel se muestra ausente.
«Ya le vale, con la pasta que nos cuestan estas celebraciones podría hacer un pequeño esfuerzo, ¿no?», masculla en un aparte el consejero cultural. El responsable de la Oficina del Libro defiende sin demasiada convicción a Miesel, que toma el avión de regreso a la mañana siguiente.
Cuando llega a París, se pone a escribir como al dictado, y la mecánica incontrolable de su propia escritura lo sumerge en un abismo de ansiedad. El libro acabará titulándose La anomalía y será el séptimo en la carrera del escritor.
«En toda mi vida no he hecho un solo gesto. Sé muy bien que desde siempre han sido los gestos los que me han hecho a mí, que ningún movimiento ha sido realizado bajo mi control. Mi cuerpo se ha limitado a moverse entre unas líneas que yo no he trazado. Es una vanidad creer que dominamos el espacio, cuando no hacemos más que seguir las curvas que suponen el menor esfuerzo. Límite de límites. Ningún despegue desplegará jamás el cielo.»
En pocas semanas, un Victor Miesel grafómano rellena un centenar de páginas de esta índole, oscilando entre el lirismo y la metafísica: «La ostra que sufre a la perla sabe que no hay más conciencia que la del dolor, incluso que no hay más placer que el del dolor. […] La frescura de la almohada me devuelve siempre a la vana temperatura de mi sangre. Si tirito de frío es porque mi capa de soledad no consigue calentar el mundo».
Los últimos días ni siquiera sale de casa. El último párrafo que manda a la editorial muestra cómo esta experiencia de desrealización linda con lo inextricable: «Nunca he sabido en qué cambiaría el mundo si yo no hubiera existido, ni hacia qué confines lo habría desplazado si hubiera existido con mayor intensidad, y no se me ocurre de qué modo mi desaparición podría alterar su movimiento. Heme aquí, caminando por un sendero cuyas piedras ausentes me conducen hacia ningún lugar. Soy el punto donde la vida y la muerte se unen hasta confundirse, donde la máscara del vivo se alivia en el rostro del difunto. Esta mañana de cielo despejado alcanzo a verme y soy como todo el mundo. No pongo fin a mi existencia, doy vida a la inmortalidad. En vano escribo, al fin, esta última frase que no pretende demorar el momento».
Una vez tecleadas estas palabras y enviado el archivo a su editora, Victor Miesel, abrumado por una intensa angustia que no sabría definir, sale al balcón y cae al vacío. O se arroja. No deja ninguna nota, pero todo el texto lo conduce hacia ese gesto final.
«No pongo fin a mi existencia, doy vida a la inmortalidad.»
La anomalía. Herve Le Tellier