La jerarquía eclesiástica, desde sus inicios, siempre ha intentado que todas las atrocidades sexuales cometidas por sus miembros quedaran minimizadas, encubiertas o impunes. Solo las proporciones alcanzadas en los últimos tiempos han obligado a esta –aunque a regañadientes– a aceptar su existencia y a tomar algunas medidas preventivas y coercitivas.
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