Durante el franquismo, los progresistas sufrían en sus propias carnes los rigores de la represión, y no tenían más opciones que la resignación o la clandestinidad; pero luego al poder le salió más a cuenta comprarlos que reprimirlos, y así, con la autodenominada “transición democrática”, la mayoría de los intelectuales y de los militantes de izquierdas se dejaron estabular dócilmente a cambio de pasto abundante y un pequeño reducto de permisividad en el que retozar. El progresista se cortó la coleta subversiva y se convirtió en progre.
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