Hasta prácticamente el siglo XIX –hace tan solo 200 años- era práctica común acusar a un animal de un delito cualquiera y someterlo a juicio, con todas las formalidades. Y después condenarlo a muerte si su testimonio “no era convincente”. Que nunca podía serlo. Por ello, todo dependía de la eficacia de los abogados defensores. Por el banquillo de los acusados han pasado bueyes, asnos, toros, caballos, ovejas, gatos, perros, cerdos, papagayos o, incluso, orugas, moscas y anguilas.
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