Para el siglo II y III Roma había caído en una fuerte degeneración moral y política. La disgregación social amenazaba la sobrevivencia del Imperio. Entonces Constantino tomó como estrategia imponer el cristianismo como religión oficial, para dar nuevos bríos a la sociedad romana y unirla en una religión floreciente que tenía seguidores fieles, dispuestos a dar la vida por Cristo. El problema era que el Cristianismo parecía una religión de mujeres, porque ellas eran las dirigentes de la naciente religión y Constantino era hombre.
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