Esta reacción visceral es el éxito de un artificio. A Vargas Llosa y a David Simon les une la avaricia narrativa. La arquitectura narrativa de ambas obras resulta implacable. Cuando salimos del aturrullamiento que supone aceptar que vivimos en Alicante o Albacete y que tenemos el apellido que tenemos, echamos la vista atrás y contemplamos la obra como un cuadro perfecto del que, sin embargo, cuesta aislar los elementos.
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