Vivimos en un tiempo sin época. Afirmación demostrada por el simple hecho de que nombramos nuestro tiempo añadiendo un prefijo (post-) a otra época que sí cuenta con nombre propio. Tal indefinición, falta de nombre propio y de proyecto político y social más allá de la incesante circulación del valor económico, ha alcanzado también al quehacer de la política.
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