Hubo un tiempo en que España vendía su patrimonio artístico al peso. Un tiempo en el que cuanto más se pudiera estirar el talonario para comprar a vecinos, políticos, historiadores, periodistas, sacerdotes y obispos, más fácil era sacar del país un convento, sillar a sillar, embaladas en cajas de madera, como un rompecabezas irresoluble de 36.000 piezas, transportadas en once barcos para volver a montarlo en la finca de un multimillonario al otro lado del Atlántico.
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