En 1963, Robert Crumb tenía 19 años y era virgen. Su padre era una figura distante que no le prestaba atención y su madre, católica que no quería divorciarse, se dedicaba a ver la televisión las veinticuatro horas del día colocada de pastillas. En el colegio, todos marginaban a Crumb, que encajaba todos estos golpes y los descargaba en sus viñetas. En su primera obra ya disparaba contra los padres y los jóvenes pedantes y banalmente bohemios que le rodeaban para mostrar su adoración por las mujeres de grandes dimensiones
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