Los habitantes del San Francisco de mediados del siglo XIX estaban acostumbrados a ver por sus calles a todo tipo de personajes estrafalarios. La fiebre del oro daba sus últimos coletazos y una verdadera marea de forajidos, colonos, oportunistas y gentes del más diverso pelaje habían acudido como moscas a la miel atraídas por las promesas de la dorada California. Pero nada comparado con aquel tipo que merodeaba por los callejones de Barbary Coast, el barrio rojo de la ciudad, aquel día de marzo de 1860.
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