Por las mañanas, todavía, pero a la tarde y a la noche, las calles, los parques, las terrazas, los bares, parecen un mitin de Trump: casi nadie lleva mascarilla. Y en algo más se parecen: no hace ninguna gracia. Diríase que a los desembozados les molesta más la mascarilla que enfermar, que morirse o que contagiar a sus semejantes. Nada habría que objetar a esto si habitaran ellos solos el mundo, si no hubiera más transeúntes que ellos. Ya se sospechaba que esto de la “nueva normalidad” iba a ser de difícil y hasta minoritario cumplimiento, pero
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