No condenar la violencia es uno de los pilares sobre los que se asienta la democracia española. Tras cuarenta años de represión, torturas y ejecuciones, con cientos de miles de fusilados deambulando por las cunetas, todos decidimos –eso nos cuentan– que la mejor forma de afrontar la nueva etapa no sería condenar toda aquella realidad violenta, sino hacer como si nunca hubiese existido. [...] Desde entonces hasta ahora, el rechazo a la violencia, seamos sinceros, nunca se ha debido a convicciones morales de pacifismo, sino a intereses políticos.
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