Irak, una década después de la muerte de Sadam Husein, vuelve a encontrarse al borde del precipicio. El débil estado articulado por Estados Unidos tras la derrota del régimen baaz iraquí atraviesa un momento de extremada delicadeza: paralizado durante meses ante la nula capacidad de sus principales actores políticos para ofrecer un gobierno estable, las calles se han caldeado incentivadas por líderes religiosos externos que, aprovechando el descontento de la población, mueven ficha dentro del complejo tablero político iraquí.
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