Escucho gritos y algarabía en la calle. Cuando me asomo a ventana de mi apartamento —a diez pisos de altura— sólo distingo el tumulto movedizo en una de las esquinas de la urbanización donde vivo. Desde la distancia, tiene la apariencia de un grupo de vecinos moviéndose de un lado a otro entre exclamaciones que no logro entender. Hay algo inquietante en la escena, en medio de la normalidad del tráfico que atraviesa la avenida y el brillo del sol brumoso de la ciudad cubierta de Calina amarillenta.
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