Ahora,
nos acariciamos más con los ojos.
Despojadas de la urgencia del deseo,
estas caricias,
-como el sol de última hora-,
son más lentas,
y más suaves,
y más largas,
se diría que no tienen ni principio ni final,
que siempre han estado ahí,
esperándonos,
para cuando nos hiciesen falta.
Ahora,
que empezamos a ser ya
poco más que un estorbo
en los planes de la vida,
son ellas las que nos salvan.
Y lo hacen de mil formas diferentes.
También,
haciéndonos esbozar
una pícara sonrisa
cuando a veces pensamos
en las otras.
Karmelo C. Iribarren