Así, en escondidos lugares de la Europa naciente de los ss. VIII al XII, un puñado de hombres cultos -recordemos que muy poca gente salía del analfabetismo en aquella época- se dedicaron a la copia de manuscritos que de otra forma se habrían perdido. Así, las bibliotecas monásticas se llenaron no sólo de libros religiosos, textos litúrgicos, obras teologales y vidas de santos: también de clásicos latinos de retórica, derecho, medicina, literatura general y los primeros manuales de lengua latina usados siglos después en las Universidades.