Cuando tenía catorce años, mi mejor amiga de por entonces me contó que ella y su novio habían tenido sexo. Lo hizo en voz baja, el cuerpo rígido, las manos apretadas sobre el vientre en un gesto involuntario de puro temor. Una única frase: “Lo hicimos”. Sin más detalles, sin añadir otra cosa que la expresión angustiada con que me miró. Me quedé sin saber que pensar. Me sobresaltó su rostro tenso y pálido. ¿Y cómo fue? pregunté por último. Normal. “Normal”. Esa fue la palabra que utilizó. Dos meses después, mi amiga se suicidó.