Cada vez que veo una bandeja de tomates idénticos, perfectos y rojos como si los hubiera pintado Disney, me hierve la sangre como si fuera un marmitako. Creo que, gastronómicamente hablando, no hay alimento más espantoso que esos entes salidos de algún invernadero de Holanda o de Almería. No huelen a nada, no saben a nada y su interior es lo más parecido a un corcho húmedo que ha inventado el hombre. Y digo el hombre porque son producto de las manipulaciones y de la forma de cultivarlos: la naturaleza es incapaz de parir algo tan desabrido.